lunes, 14 de marzo de 2011

Las cinco jotas

No voy a negar que siempre me he sentido fascinado por aquellas personas capaces de andar despachándose con propios y ajenos o mentando a las madres con el tratamiento de usted. Váyase a la mierda, como popularizó hace algunos años el ya desaparecido Fernando Fernán Gómez. Me encanta. Viste mucho. Lo mando a canalizar en su persona las montañas de excrementos y despojos de toda la humanidad pero con respeto, oiga. O al menos con educación. Me parece una auténtica genialidad. Faltar pero con cortesía. Injuriar pero con consideración. Conseguir mezclar agua y aceite haciendo que la alquimia actúe contra natura. Pero al mismo tiempo me pregunto: ¿Es necesaria esa deferencia?

Hagamos el esfuerzo de quitar las capas superficiales de la ofensa, el honor o la simple maldad y centrémonos en el propósito final de la acción cuando nos lanzamos a insultar a diestro y siniestro. El bienestar que nos produce hacerlo. Es la misma sensación de desahogo que tiene el final de una vomitona. Uf, qué bien me he quedado. Y cuando hablamos de ésos términos indudablemente no hay nada como el insulto español. No sólo por la variedad y cantidad de sinónimos que surgen de los cinco o diez conceptos básicos. No sólo por la cantidad de permutaciones que podemos realizar sobre tan basta amalgama de términos. Ni por los innumerables contextos, los argots o las chabacanerías aplicables, infinitas en nuestra imaginación. No. Son los mejores por la sonoridad, el ritmo y los innumerables matices que le podemos otorgar tanto en un momento de calentón como en el día a día.

Vamos a por el ejemplo, que es lo que mola: Partamos de la poco original pero socorrida pisada de juanete. Podemos despachar el tema disparando ráfagas – ¡Ostia!... coño… joder… me has pisado, cabrón – o con un largo cañonazo – Meecagoooonlapuuuuuta… el juanete, mamooooón! – Nótese la diferencia de musicalidad y de tono entre ambas. En cualquier caso hablamos de un nivel de enfado medio, que dura la suma de lo que tarda en pasarse el dolor más el rato de orgullo herido. Luego tenemos una segunda modalidad, habitual para casi todos, que es el taco “coletilla”. Usa los mismos términos - no me jodas, que cabrón, ostia tío, coño pavo – pero diluye mucho la intensidad de la palabra malsonante. Vamos, que rara vez ofende e incluso llega a pasar desapercibido. Es casi hasta bonito. Pero, para mí, la que de verdad llega al quid de lo realmente importante, del desahogo, es la del enfado supino en su grado más extremo. La que va a hacer daño. En esos casos y contrariamente a la tendencia que tenemos al hablar de comernos o contraer las palabras aquí lo importante es precisamente lo contrario; alargar la vomitada: Hijo de la grandísima puta. Nada de hijoputa o joputa o hijo de puta. Y aquí hay que matizar que cuando realmente este piropo se escupe con rabia se suelen alargar algunas vocales y, lo mejor, se hace una paradinha al final; híiijo de la grandiiíiisima – parada - puuutaaaa , con acento en toda la palabra a la vez. Así, la frase completa y sin dejarte una letra. Es más, en estos casos cuanto más la adornes, mejor. Me voy a cagar en toda tu puta madre, coño, que me tienes muy mucho hasta la puta polla, pedazo de cabrón con cuernos. ¿Redundante? Sí, pero es que tiene que ser así. Y cómo no, acabamos sentenciando y lapidando el enfado con un ruidoso cojones pronunciándolo, eso sí, como si tuviera cinco jotas, como los buenos jamones producidos, no podía ser de otra manera, por los mejores cerdos. Los belloteros.

martes, 8 de marzo de 2011

Profesiones con procesiones

A uno no se le ocurriría si alguien le presentara a un cocinero famoso, pongamos a un Adrià,  un Arzak o un Berasategui, avasallarle tras el saludo inicial con un comentario del tipo; ostras, así que cocinero… pues vente esta noche a casa y me haces la cena que hoy estoy un poco perro. Hasta el más lerdo es capaz de darse cuenta de que es echarle mucho morro. Y sin embargo hay profesiones, entre las cuales se encuentra la mía, en las que parece que ese límite simplemente no existe. ¿Eres informático?... ¡anda!... ¿me puedes mirar una cosa en el móvil que no me funciona? Voy a obviar lo absurdo de la supuestamente lógica conexión entre ambos conceptos. La informática usa la tecnología, el móvil es tecnología ergo el informático arregla móviles. Claro. Las aspirinas son medicamentos, los supositorios son medicamentos ergo te puedes meter las aspirinas por el culo. Por la misma regla de tres. Pero dejemos, como digo, esa relación aparte y supongamos que efectivamente mis conocimientos dieran para solventarle la papeleta. Sólo una pregunta: ¿Llevo tatuado en la frente “servicio público – gilipollas 24 horas” y  en la cabeza un luminoso verde que diga “libre”? Porque la verdad es que muchas veces te dan ganas de replicar; bueno nene… y tú que eres comercial… ¿por qué no me vendes el coche?  

Y esto, como comentaba, es una lacra con varias profesiones más; cuántos cómicos o presentadores de programas humor no han sido acosados por los fans en la calle a grito de “di algo gracioso”. Pues mira te voy a contar el mismo chiste que me contó ayer tu madre que de la risa que me dio casi me caigo de la cama. ¿A qué viene esa cara? ¿No te gustan las bromas de madres? No. Parece que no mucho. Ya se sabe, campeón, que la tele hace que parezcas más gordo y más simpático.

Pues algo parecido le pasa a una buena amiga que, tiempo atrás, me confesó que durante cierto tiempo cada vez que alguien le preguntaba por su oficio mentía reemplazándolo por el de contable. Porque ya me dirás qué te pueden pedir si te dedicas a eso. La raíz cuadrada de 144, como mucho. O que en una cena de once personas dividas la cuenta para ver a cuánto toca cada uno. Pues usa la calculadora del móvil, tío. Es que no me va… a ver si un día localizo algún informático que me lo mire. Pues bien; su profesión real, la que ejerce para ganarse el pan, es la de psicóloga. No es difícil imaginar el coñazo que supone que la gente, cuando oye eso, te empiece a explicar sus problemas e historias personales y que poco menos exijan que les pases consulta y les soluciones la vida. Así, por la patilla, sin besos ni venir a cuento. Como si les debieras algo. Y la susodicha, cuyo nombre mantendré en el anonimato, carece de la mala leche y de ese punto egoísta necesario para negar los consejos y cortar de raíz la conversación y el abuso de tan simpáticos contertulianos. Y lo más irónico es que en algún caso cuando, ya cansada, lanza alguna indirecta para dar a entender que ella no es un cristal de rómpase en caso de incendio ni un clínex de usar y tirar, la persona acaba haciéndose la loca. Anda que no.    


Y como desgraciadamente esto es una guerra perdida, yo también me voy a unir a la estrategia de mentir en mi trabajo cuando alguien desconocido me pregunte. ¿Que a qué me dedico? Pues soy ginecólogo, campeona. Y de los buenos.

viernes, 4 de marzo de 2011

El bólido vasco

Hace ya unos buenos años, vamos a poner que alrededor de los diez - dos arriba, dos abajo - hice un viaje en coche con mi hermano recorriendo todo el norte de la península ibérica. Uno de ésos de los de no vamos a pisar carreteras principales y vamos a entrar por todos los caminos de cabras, corderos o chotos, a cada pueblo de la costa desde Irún hasta Vigo. Y volvemos por el interior por aquello de compensar la dieta – a la ida de pescadito y a la vuelta de chuletones -. Sin reservas ni compromisos, a parar sobre la marcha, donde nos guste y al ritmo que nos apetezca. Y si un día nos toca dormir en el coche pues pringamos y punto. Que no nos vamos a poner finolis, Giuseppe. La estrategia, por resumirla en cuatro pinceladas, consistía en hacernos con una guía de hoteles de la comunidad autónoma de turno… ¿hasta dónde nos apetece llegar hoy?… ¿hasta aquí?… pues mientras mi hermano conducía yo iba, guía en una mano y móvil en la otra, tanteando la disponibilidad de los hoteles o pensiones del destino elegido. ¿Tienes sitio? Pues resérvame para dos, jefe, que vamos de camino.

A pesar de hacer el viaje en pleno mes de agosto y de estar en aquellos días lejos aún de escuchar la palabra crisis la verdad es que, salvo por la excepción de un par de días, no tuvimos demasiados problemas para encontrar zaguanes donde practicar el deseado reposo del guerrero. Una de esas excepciones ocurrió cuando, después de un buen rato intentándolo, conseguimos que nos reservaran una habitación en Getxo con la premisa de llegar antes de una hora en concreto. Si no estáis aquí antes de las siete de la tarde se la dejo a otra pareja. Sin problema, jefe. De camino íbamos, con la hora pegada al culo cuando, unos kilómetros antes de San Juan de Gaztelugatxe nos encontramos con el desvío a cabo Matxitxako. Vaya por dios. Hay que salirse expresamente y volver por la misma senda para ver la punta más septentrional de Vizcaya – y de la península si no voy equivocado -. ¿Qué hacemos? ¿Nos da tiempo? Y seguidas, dos palabras que en múltiples ocasiones me han teñido la vida con pinceladas de color marrón. Venga. Tírale.

No resulta difícil imaginar la estampa bucólica de esas parejas paseando cogidas de unas manos que se mecen rítmica y elegantemente mientras disfrutan de la paleta de colores, claros y sombras que el atardecer dibuja en el horizonte y el mar. Como tampoco su cara de sorpresa y estupefacción cuando de repente ven llegar una nube de polvo precedida por un bólido sin pegatinas ni asistencias. Y mucho menos el sopor cuando ese coche se detiene, sin parar el motor, las dos puertas abiertas, y de él surgen dos swat, cámara en mano, que sin mediar palabra provocan que todo de repente suceda mucho más lento. De mi salida recuerdo el semi traspiés que casi me hace degustar el suelo vasco - ¡anda, un champiñón! -, salvado por los reflejos felinos de una mano que me tentó de pegarme una vuelta ninja que hubiera dejado al personal más alucinado de lo que ya estaba. Le siguió una media carrera para, sin detenerme, acabar hincando la rodilla derecha en el suelo y en un movimiento rotatorio de cintura, tres instantáneas – una al faro, otra al horizonte y otra a la costa – clic, clic, clic. Aún resonaban los ecos del cierre del diafragma de la cámara cuando, levantando el pulgar y a la voz de “visto” deshice la carrera inicial  para volver al coche, tentado esta vez de entrar por la ventana a lo Michael Knight de no ser por corte de rollo al estar ésta cerrada y la puerta aún abierta.  Y con el mismo torbellino de polvo nos perdimos por el sendero por el que aparecimos. Total; treinta segundos en los que juraría que se mantuvo en el aire un perro que capturaba un frisbi mientras nos lanzaba miradas interrogativas.

Puedo asegurar que estuve allí pero me jugaría la mano derecha a que ninguno de los presentes sería capaz de esbozar ni por asomo mi retrato robot. Y por mucho menos a Dillinger lo hicieron famoso. Injusto.