viernes, 4 de marzo de 2011

El bólido vasco

Hace ya unos buenos años, vamos a poner que alrededor de los diez - dos arriba, dos abajo - hice un viaje en coche con mi hermano recorriendo todo el norte de la península ibérica. Uno de ésos de los de no vamos a pisar carreteras principales y vamos a entrar por todos los caminos de cabras, corderos o chotos, a cada pueblo de la costa desde Irún hasta Vigo. Y volvemos por el interior por aquello de compensar la dieta – a la ida de pescadito y a la vuelta de chuletones -. Sin reservas ni compromisos, a parar sobre la marcha, donde nos guste y al ritmo que nos apetezca. Y si un día nos toca dormir en el coche pues pringamos y punto. Que no nos vamos a poner finolis, Giuseppe. La estrategia, por resumirla en cuatro pinceladas, consistía en hacernos con una guía de hoteles de la comunidad autónoma de turno… ¿hasta dónde nos apetece llegar hoy?… ¿hasta aquí?… pues mientras mi hermano conducía yo iba, guía en una mano y móvil en la otra, tanteando la disponibilidad de los hoteles o pensiones del destino elegido. ¿Tienes sitio? Pues resérvame para dos, jefe, que vamos de camino.

A pesar de hacer el viaje en pleno mes de agosto y de estar en aquellos días lejos aún de escuchar la palabra crisis la verdad es que, salvo por la excepción de un par de días, no tuvimos demasiados problemas para encontrar zaguanes donde practicar el deseado reposo del guerrero. Una de esas excepciones ocurrió cuando, después de un buen rato intentándolo, conseguimos que nos reservaran una habitación en Getxo con la premisa de llegar antes de una hora en concreto. Si no estáis aquí antes de las siete de la tarde se la dejo a otra pareja. Sin problema, jefe. De camino íbamos, con la hora pegada al culo cuando, unos kilómetros antes de San Juan de Gaztelugatxe nos encontramos con el desvío a cabo Matxitxako. Vaya por dios. Hay que salirse expresamente y volver por la misma senda para ver la punta más septentrional de Vizcaya – y de la península si no voy equivocado -. ¿Qué hacemos? ¿Nos da tiempo? Y seguidas, dos palabras que en múltiples ocasiones me han teñido la vida con pinceladas de color marrón. Venga. Tírale.

No resulta difícil imaginar la estampa bucólica de esas parejas paseando cogidas de unas manos que se mecen rítmica y elegantemente mientras disfrutan de la paleta de colores, claros y sombras que el atardecer dibuja en el horizonte y el mar. Como tampoco su cara de sorpresa y estupefacción cuando de repente ven llegar una nube de polvo precedida por un bólido sin pegatinas ni asistencias. Y mucho menos el sopor cuando ese coche se detiene, sin parar el motor, las dos puertas abiertas, y de él surgen dos swat, cámara en mano, que sin mediar palabra provocan que todo de repente suceda mucho más lento. De mi salida recuerdo el semi traspiés que casi me hace degustar el suelo vasco - ¡anda, un champiñón! -, salvado por los reflejos felinos de una mano que me tentó de pegarme una vuelta ninja que hubiera dejado al personal más alucinado de lo que ya estaba. Le siguió una media carrera para, sin detenerme, acabar hincando la rodilla derecha en el suelo y en un movimiento rotatorio de cintura, tres instantáneas – una al faro, otra al horizonte y otra a la costa – clic, clic, clic. Aún resonaban los ecos del cierre del diafragma de la cámara cuando, levantando el pulgar y a la voz de “visto” deshice la carrera inicial  para volver al coche, tentado esta vez de entrar por la ventana a lo Michael Knight de no ser por corte de rollo al estar ésta cerrada y la puerta aún abierta.  Y con el mismo torbellino de polvo nos perdimos por el sendero por el que aparecimos. Total; treinta segundos en los que juraría que se mantuvo en el aire un perro que capturaba un frisbi mientras nos lanzaba miradas interrogativas.

Puedo asegurar que estuve allí pero me jugaría la mano derecha a que ninguno de los presentes sería capaz de esbozar ni por asomo mi retrato robot. Y por mucho menos a Dillinger lo hicieron famoso. Injusto.

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